Esta es la pequeña historia de una rebelión, el famoso caso de un tipo de izquierdas que el viernes, día 14 de marzo de 1980 se deshizo del propio terror psicológico de que sus amigos le llamaran reaccionario y le arreó seco bofetón a su querida hija de quince años, la echó de casa y se liberó de una vez del trauma de la paternidad responsable. El episodio fue el final de un complicado proceso neurótico y se desencadenó por un disco de Mozart, por una bobada, como siempre sucede.
La chica estaba en la leonera de su alcoba con unos amigos melenudos y una música de Led Zeppellin hacía vibrar las paredes maestras del piso. El padre estaba en la sala sentado en un sillón bajo la lámpara de enaguillas leyendo un informe del partido cerca de los índices del paro. Aquella panda de jovenzuelos llena de harapos, pulgas y metales del rollo había entrado en su casa sin permiso, había pasado varias veces por delante de sus nances sin dignarse esbozar el más leve saludo, le había manoseado sus libros, le había vaciado la nevera, se había limpiado las botas camperas en la alfombra de la Alpujarra, había dejado un hedor cabrío a su paso. Ahora estaban en la habitación de su hija espatarrados como tocinos bajo los posters de “Che Guevara oyendo a Led Zeppellin, a The Police o a The Knack, fumando porros y apurando la última cerveza. Aquella alcoba era una reserva en la que él, desde hacía un año, no se había atrevido a entrar. En aquel momento tenía la cabeza metida en el informe económico lleno de coordenadas catastróficas cuando su querida hija salió a la sala, se acerco a la estantería y pretendió llevarse a la madriguera la “Sinfonía número 40”, de Mozart. El padre, de izquierdas, saltó del sillón impulsado por un muelle y lanzó un grito estentóreo: ¡¡¡Mozart, no!!! ¡¡No pongas tus sucias manos sobre Mozart!! Y entonces se inició la escena final, en la que el padre se liberó de todos los traumas hasta alcanzar la propia libertad sobre el chantaje de sus hijos. Detrás había quedado un largo proceso de neurosis paterno-filial que acabó con una sonora bofetada.
El hombre tiene cuarenta y dos años y pertenece a la izquierda fina, quiero decir que es un progresista con dinero, un economista colocado, con una biblioteca selecta de dos mil volúmenes, pintura abstracta en las paredes, carnet del partido anterior a la legalización con la cotización al día, piso de doscientos metros por los altos de Chamartín. un año de cárcel y ciertas mataduras de la represión franquista, educado en el colegio del Pilar, un marxista de vía chilena, buenos modales, deportista de ducha fría diana y perfectamente alimentado ya desde el útero de su madre. Cuida mucho el envase, pero ama la libertad antes que nada. Tal vez su punto fuerte es la elegancia interior.
Este tipo nunca ha comprendido muy bien por qué la izquierda ha caído en la trampa de dejarse arrebatar ciertos valores; por qué un progresista debía vestirse de guarro, aunque sólo fuera para epatar; por qué la disciplina, la eficiencia, el método, el deporte y la limpieza eran aspiraciones asimiladas a la derecha; por qué el respeto social y la educación férrea no eran reivindicadas constantemente, por los de su ideología. Cosas así. En los momentos de duda él pensaba que esto eran residuos de su herencia burguesa, de modo que se dejó llevar por la onda, consciente de que hay que hilar muy fino para que tus camaradas no te llamen reaccionario. Ese siempre sería el peor insulto.
Cumplió todos los ritos. Se casó en una ermita de pueblo con traje de pana. Fue de viaje de novios a Rumania. Tuvo tres hijos y los llevó a un colegio progre, los educó para que crecieran sin traumas, los metía con él en la bañera, los paseaba por la ruta del románico, se dejaba insultar por ellos y así las tres criaturas fueron creciendo a la sombra de unos padres comprensivos que no osaron jamás dar por zanjada una discusión sin antes mostrarles todas las salidas, opciones, contradicciones del problema para que fueran ellos quienes tomaran la decisión según su responsabilidad. Ponerles la mano encima hubiera sido un escándalo para su propia alma, contestar con una negativa sin más apelación le producía un desgarro en su sensibilidad progresista. Y el chantaje iba engordando como un tumor.
Este buen padre de izquierdas ya había pasado porque sus hijos no se lavaran los dientes o ni siquiera se ducharan una vez a la semana, soportaba que le llamaran viejo con cierta naturalidad displicente, pasaba por alto aquella indumentaria zarrapastrosa del vaquero con remiendos, la pelambrera de profeta nihilista, el hecho de que se fumaran un porro en la pocilga de la alcoba y que no lograron aprobar el curso. Ante todo había que contar con la presión social, ya se sabe que la juventud no encuentra salida, la sociedad está muy deteriorada. Cada generación tiene sus ritos, sus mitos, sus formas de comportamiento y eso había que respetarlo. Imponer la voluntad a rajatabla no es más que una agresión. Después de todo, no es malo que toquen la guitarra o que oigan a Led Zeppellin.
Un buen día, el hijo mayor no volvió a casa por la noche. Había tenido un percance en el colegio y decidió huir a Ibiza. La Policía lo encontró en Valencia, cosa que sucede a menudo, cuando no se logra pasar el filtro del barco. Otra hija se fue a vivir con un rockero. Después de un tiempo, el buen padre de izquierdas logró reintegrarlos a las suaves ordenanzas del hogar, lleno de traumas, explicaciones, consideraciones, pláticas razonables, amabilidades y sesiones anti psiquiátricas con un diálogo siempre abierto. Que hagan lo que quieran, lo importante es que están en casa, que los angelitos no sufran, que desarrollen la personalidad, aunque sea tumbados en el catre todo el día.
Cada tarde, la alcoba de su hija se llenaba con una panda de amigos que traían una calaña bastante atroz. No era lo peor que pasaran por delante de sus narices y que no se dignaran saludarle, sino el olor a cabra que dejaban en la sala. Que se limpiaran las botas en la alfombra, que se abatieran sobre las estanterías y manosearan sus libros con las uñas sucias, que se le bebieran el whisky y que mearan sin tirar de la cadena. El viernes 14 de marzo de 1980 fue un día histórico para este amigo mío. Un tipo de izquierdas, padre de familia que se liberó de sus hijos. Y al mismo tiempo se sacu¬dió el terror de que alguien le pudiera llamar reaccionario. Él estaba estudiando un informe del partido acerca de los índices del paro. El sonido de Led Zeppellin hacía vibrar las paredes maestras del piso. Fue cuando su hija salió de la leonera con el pelo grasiento y los dedos amarillos de nicotina, cruzó la sala, se dirigió a la biblioteca con la pretensión de llevar a sus compinches, la “Sinfonía número 40” de Mozart. Mi amigo no sabe explicar bien qué dispositivo le hizo saltar. Otras veces también su hija le había llamado carroza. Pero en esta ocasión aquel hombre tan fino y progresista le arreó una bofetada, se lió a golpes contra todo dios y se deshizo el misterio. Echó de casa a patadas a aquella panda de golfos. Y hasta hoy. Mi amigo es un hombre de izquierdas ya liberado.
MANUEL VICENT, Triunfo 895, 22.3.1980
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